Kyle Crane está de vuelta, pero ya no es el mismo héroe de antes. Ahora es mitad hombre, mitad monstruo.
Después de casi una década sin saber qué pasó con Kyle Crane tras los eventos de Dying Light: The Following, Techland finalmente responde a esa pregunta con Dying Light: The Beast. En esta nueva entrega, retomamos el control del protagonista original, aunque ahora más endurecido, violento y lleno de cicatrices físicas y emocionales. Su rostro perpetuamente fruncido dice mucho del sufrimiento que ha vivido, torturado por el Barón durante años.
Sin embargo, a pesar de su transformación, el espíritu de Crane sigue presente. Todavía lanza bromas sarcásticas, todavía ayuda a quienes lo necesitan y mantiene ese equilibrio entre ser un justiciero urbano y un superviviente despiadado. Es un regreso nostálgico y al mismo tiempo renovado, ideal para quienes jugaron el primer título y quieren ver cómo evoluciona su historia personal.
El parkour sigue siendo el alma del juego, y esta vez brilla en paisajes sorprendentes como Castor Woods y castillos al estilo suizo.
Desde los primeros minutos, Dying Light: The Beast deja claro que el parkour sigue siendo un pilar fundamental. A pesar de que Castor Woods —el área boscosa donde comienza la acción— no es el escenario ideal para correr por paredes, el juego logra adaptar sus mecánicas a este entorno. Subir rocas, saltar desde troncos, y explorar cada rincón se convierte en una experiencia fluida, casi sin límites aparentes.
Una vez que se accede al castillo y al pueblo suizo inspirados en los Alpes, el juego alcanza nuevas alturas en diseño de niveles. El ambiente urbano y vertical permite aprovechar al máximo las habilidades de Crane. Saltos riesgosos, entradas secretas por ventanas y rutas ocultas con recursos vitales son parte constante de la exploración. Incluso durante las persecuciones nocturnas, cuando los volátiles te acechan, el parkour se convierte en tu única salida real.
El ciclo día/noche regresa más peligroso que nunca, con enemigos más violentos y entornos más hostiles en la oscuridad.
Una de las señas de identidad de la saga vuelve recargada: el ciclo día/noche. Durante el día, Kyle se siente como una verdadera bestia. Golpea con palas, fabrica molotovs, desmiembra zombis y se convierte en una máquina de matar imparable. El nuevo sistema de gore que Techland ha desarrollado permite un nivel de violencia y detalle grotesco impresionante: huesos expuestos, mandíbulas arrancadas, cabezas trituradas... cada combate se siente visceral y sangriento.
Pero cuando cae la noche, todo cambia. El miedo toma el control. Los volátiles patrullan las calles y cualquier paso en falso puede significar la muerte. En un momento tenso del juego, tuve que esconderme y usar el “sentido de supervivencia” para detectar a cuatro volátiles cerca. Esa sensación de vulnerabilidad es real y contrasta perfectamente con el poder que uno siente durante el día. Es esta dualidad —ser cazador y presa— lo que mantiene la tensión constante y define la esencia de Dying Light: The Beast.
La historia de venganza contra el Barón se combina con misiones secundarias profundas y conmovedoras.
La narrativa principal gira en torno a la búsqueda de venganza de Kyle contra el Barón, su torturador durante una década. Pero esta motivación se matiza por la naturaleza empática del personaje, que no puede evitar ayudar a otros. Esta dualidad se refleja en las decisiones y relaciones que vamos construyendo a lo largo de la historia.
Las misiones secundarias, lejos de ser simples rellenos, ofrecen tramas emotivas y complejas. Una de ellas, donde ayudamos a un anciano con demencia a redimirse por errores del pasado, destaca por su sensibilidad y gran escritura. Además, el regreso de los puzzles de cables añade variedad al gameplay, obligándonos a pensar más allá del parkour. A esto se suman las luchas contra las quimeras, enemigos únicos con patrones propios que requieren estrategia, recursos y buena preparación. Algunas de estas criaturas podrían incluso guardar una conexión misteriosa con Kyle... ¿acaso son reflejo de su transformación?
Reunir recursos, explorar zonas oscuras y evitar peligros es parte esencial del ciclo de juego.
Aunque Dying Light: The Beast no se siente saturado de marcadores en el mapa, cada actividad secundaria tiene un propósito claro: sobrevivir. Las Dark Zones, por ejemplo, son edificios cerrados repletos de infectados, donde moverse rápido y en silencio es vital. Los convoys militares ofrecen botines valiosos, pero están protegidos por enemigos y requieren tarjetas especiales para acceder.
La gestión de recursos es constante. En ningún momento me sentí sobrado de objetos. Las vendas, molotovs, trampas y municiones escaseaban, y eso hacía que cada combate tuviera peso. Esto obliga a planear bien cada ruta de parkour, registrar cada habitación, y elegir cuándo enfrentar o evitar una amenaza. Techland logra equilibrar la acción con la tensión propia de un survival horror.
Dying Light: The Beast no es solo una continuación, es una evolución. Techland ha escuchado a sus fans y ha reunido lo mejor de sus dos entregas anteriores para ofrecernos una experiencia intensa, rica en mecánicas, con una historia atrapante y un mundo que se siente vivo y letal al mismo tiempo. En Mexgamer.com estaremos atentos a su lanzamiento en agosto, porque si las primeras cuatro horas son una muestra, lo que viene será espectacular.
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